La discusión en torno a la participación de las fuerzas armadas en tareas de seguridad pública y sobre las insistencia del gobierno, el Ejército, el PRI y el PAN en crear una legislación de seguridad interior amenaza con salirse de madre, debido al tono amenazante y polarizador que han adoptado algunos actores respecto a los críticos de la militarización de facto que ha vivido el país durante la última década y del peligro que se corre si se legisla para regularizar una situación que de suyo es irregular, en el filo mismo de la inconstitucionalidad.
Más que rebatir los argumentos de manera puntual, la andanada de la mayoría de plumíferos a sueldo contra los críticos de una política pública que la evidencia disponible muestra como fallida se ha centrado en mostrarlos como enemigos del Ejército, detractores de un cuerpo heroico y sacrificado que merece lealtad más allá de la razón por su patriotismo. Cualquier cuestionamiento sobre violaciones a los derechos humanos o actuaciones no apegadas a derecho cometidas por individuos concretos es considerada una afrenta contra todas las fuerzas armadas, como si estas no fueran parte del Estado mexicano, con todas sus contrahechuras y defectos; como si no fueran los militares servidores públicos obligados a rendir cuentas por el mero hecho de que en su tarea ponen en riesgo su vida.
Esta descalificación maniquea, donde las patrióticas fuerzas armadas resultan ofendidas por unos cuasi traidores a la patria que las quieren desprestigiar, es entendible en propagandistas vulgarizadores de las grandes discusiones nacionales. Sin embargo resulta escandalosa cuando la asume el jefe de un Estado pretendidamente democrático y de derecho donde la deliberación pública no solo debe ser admitida, sino que debe ser la base de la toma de decisiones de política sustentadas en la evidencia y la evaluación de objetivos y resultados.
Que el Presidente de la República aborde el debate desde la demagogia y la descalificación genérica resulta aberrante, en primer lugar porque elude la responsabilidad que le corresponde por haber continuado una política que utiliza a las fuerzas armadas en tareas para las que ni están facultadas constitucionalmente ni están específicamente capacitadas. La discusión abierta por las iniciativas de ley de seguridad interior es, principalmente, sobre la fallida política de seguridad del gobierno de Peña Nieto, más que sobre las actuaciones concretas de las fuerzas armadas que, a final de cuentas, no hacen otra cosa que responder a las órdenes de su jefe supremo. Si bien en un régimen democrático ni el Rjército ni la Marina pueden ser eximidos de la crítica social de su actuar y sin duda sus integrantes deben responder por sus actuaciones ilegales como cualquier servidor público, en este caso el responsable del desastre de seguridad y violencia en el que está metido el país es el Presidente de la República.
Las declaraciones presidenciales chirrían aún más cuando se enmarcan en la campaña propagandística con la que ha respondido el gobierno a los cuestionamientos sobre la idoneidad del despliegue militar para frenar la ola de violencia e inseguridad y en la que se ha embarcado hasta el secretario de Salud. De pronto, con una insistencia incomprensible en un país que no enfrenta una guerra exterior, a mañana tarde y noche en la radio se escuchan anuncios que enaltecen la noble labor de los soldados y marinos; si se va al cine no se escapa uno de la correspondiente arenga fílmica sobre el patriotismo militar. Si, como dicen los defensores de la militarización, las fuerzas armadas son de las instituciones mejor valoradas por la población, ¿a qué viene este despliegue de propaganda? Es una muy mala costumbre mexicana eso de usar recursos públicos para restregarnos en la cara que los funcionarios han hecho precisamente aquello que es su obligación y para lo que se les paga con los impuestos de los ciudadanos. Pero cuando se adula tanto a las fuerzas armadas en una situación como la que vive México hoy no queda más que la suspicacia: o el gobierno se siente culpable y quiere congraciarse con los militares molestos o se quiere legitimar al ejército como salvador de la patria con alguna intención aviesa.
Es irresponsable poner el debate actual, como lo ha hecho Peña, como una confrontación entre los enemigos y detractores del Ejército y los patriotas que se ponen el uniforme nacional. Nadie niega la importancia de las fuerzas armadas para la existencia misma del Estado. Una cosa muy distinta es llamar la atención sobre la necesidad de redefinir su papel en una democracia constitucional como la que se supone que todos aspiramos a construir.
Mal están las cosas en el país cuando el Presidente de la República descalifica un debate en términos maniqueos y lo simplifica hasta la caricatura. Lo que está en juego es la reconstrucción del Estado para acabar de superar de una buena vez el arreglo autoritario de la época clásica del régimen del PRI, cuando la reducción de la violencia se lograba con base en la negociación de la desobediencia y la seguridad relativa se obtenía comprando protecciones particulares a los agentes estatales. Ese arreglo se ha colapsado y no debe ser sustituido en el mediano plazo por el control territorial basado en el despliegue militar. Es indispensable reconstruir al Estado con base en una seria profesionalización del servicio público, que acabe con el sistema de botín al que están acostumbrados los políticos mexicanos y que ponga al buen desempeño, el mérito y la rendición de cuentas como los criterios básicos de evaluación. Y para empezar, esos criterios deben ponerse como base para la construcción de las policías, en lugar de utilizar un término tan ambiguo y confuso como el de seguridad interior en leyes que bien pueden servir de pretexto para seguir aplazando la necesaria reforma integral de los cuerpos civiles de seguridad. La discusión es perfectamente legítima, como no lo es, en cambio, la crítica desaforada de Peña Nieto.